© A.F.P. Los desacuerdos del acuerdo de Justicia |
Lo malo de la tormenta que se ha desatado en La Habana, en torno a la interpretación de los detalles sobre el acuerdo de justicia, es que desinfla el entusiasmo que desató el apretón de manos entre Santos y Timochenko como prólogo del fin del conflicto. Lo bueno es que a nadie se le ocurre que a estas alturas la controversia pueda poner en riesgo el proceso de paz. El problema que está hoy sobre la mesa no es si hay un acuerdo sobre justicia. Ya existe y es una realidad incontrovertible aceptada tanto por el gobierno y la guerrilla. El debate es sobre las interpretaciones de lo pactado, y los riesgos de suscribir un texto con zonas grises y términos ambiguos en un país con polarización política, agendas ideológicas y tendencia al santanderismo.
Para las Farc lo pactado en los 75 puntos, que aún están bajo reserva, es intocable y no da lugar a interpretaciones. Abogados y guerrilleros han cerrado fila en torno a esto. Pero ¿qué pasa del lado del gobierno?
El viernes 17 de septiembre, cuando los abogados del gobierno, Manuel José Cepeda, Juan Carlos Henao y Douglas Cassel, le presentaron al presidente y a los negociadores de paz el acuerdo de justicia transicional al que habían llegado con los abogados de las Farc no todos quedaron contentos. Sergio Jaramillo y Humberto de la Calle tenían algunos reparos. En esencia, el marco del acuerdo estaba bien. Era un gran logro que la guerrilla aceptara un mecanismo de justicia tan sofisticado, y las dosis de verdad y reparación contempladas en el texto eran satisfactorias para las víctimas. Pero tenían dudas sobre algunos elementos claves, como las condiciones de la no extradición, la naturaleza de la restricción de la libertad, y si el secuestro podría terminar siendo conexo con el delito político, tal y como estaba planteado en el texto.
Entre los negociadores de La Habana había cierto desconcierto por la manera como se creó la comisión jurídica meses atrás. Esta no había sido una iniciativa de la Mesa sino del propio jefe de Estado para acelerar el proceso de paz.
En segundo lugar, el presidente nombró directamente a los abogados y, por tanto, le rendían cuentas primero a él y después a los plenipotenciarios de la Mesa. Era difícil entonces que los negociadores no se sintieran saltados, máxime cuando ellos llevaban un año trabajando con asesores de alto turmequé nacional e internacional en una fórmula de justicia que de todos modos tuviera alguna forma de privación de la libertad. De hecho, De la Calle, Jaramillo y el propio presidente Santos habían dicho insistentemente que habría algo de privación, aunque no fuera tras las rejas y en uniforme a rayas.
Aunque los negociadores del gobierno estaban interpretando el sentimiento de un país que quiere algún tipo de castigo para las Farc, y a un mundo que ha globalizado la justicia, los guerrilleros no están dispuestos a negociar para ir a la cárcel, o a reducir su condición de rebeldes políticos a criminales de guerra.
Con un texto imperfecto de 75 puntos entre las manos, Santos tenía un dilema: o dejaba que la Mesa siguiera puliendo el documento unas semanas más o presentaba ante el país y el mundo la almendra del acuerdo logrado, en un comunicado de diez puntos, mientras se le hacía la carpintería al resto.
Optó por el segundo camino y tenía buenas razones para ello. Iba para la Asamblea de la ONU, entidad que será clave para verificar el cese del fuego y la aplicación de los acuerdos, y la visita del papa a Cuba había creado un ambiente de optimismo muy favorable para acelerar los diálogos. Además, el proceso de paz necesitaba un gesto que le diera credibilidad y ya tenía en mente su encuentro con Timochenko. Una jugada audaz, inteligente pero bastante riesgosa, dado que el acuerdo no estaba del todo cocinado.
Fue así como el 23 de septiembre en La Habana se leyó el comunicado corto, mientras Iván Márquez y Humberto de Calle firmaban el documento grueso por fuera de cámaras. Este último puso a mano, junto a su rúbrica, una anotación: “Documento en desarrollo”. Entre otras cosas, porque los negociadores en ese momento no habían leído esa versión final. Ahí empezó el galimatías de las interpretaciones.
La guerra de micrófonos en la que el gobierno aseguraba que el documento no estaba terminado y las Farc que era un acuerdo cerrado duró más de una semana y afectó, como pocas veces, la confianza en la Mesa. Si bien antes algunos episodios generaron crisis, como las ofensivas militares de ambas partes, eran acontecimientos del campo de batalla y no aspectos de un acuerdo pactado entre las partes. Por primera vez, un texto elaborado por el gobierno y la guerrilla producía la discordia. Y lo que es peor, el hecho trascendió a los medios y al escenario político del país.
En ese ambiente cargado de reproches y desconfianza, la Mesa intentó avanzar durante toda la semana pasada para anunciar un acuerdo para la búsqueda de desaparecidos. Pero no se pudo sacar adelante, en parte porque el tema de la justicia –por fuera de la Mesa– seguía siendo objeto de interpretaciones muy diferentes.
En un comunicado el jueves, Iván Márquez insinuó que el gobierno estaba faltando a la palabra empeñada y quería modificar un texto ya pactado. De la Calle respondió diciendo que las Farc faltan a la verdad cuando dicen que el acuerdo sobre justicia está sellado. Tan aguda fue la controversia que los negociadores del gobierno tuvieron que quedarse un día más en Cuba para una reunión, en presencia de los garantes, que resolviera el entuerto en el que estaban metidos y bajara los ánimos.
¿Acuerdo imperfecto?
Para los comandantes guerrilleros, los negociadores del gobierno no se resignan a que el acuerdo se haya logrado en la comisión jurídica, fuera de la Mesa, a que los magistrados del tribunal decidan en el futuro temas tan espinosos sobre cómo será en la práctica la restricción de la libertad, que haya quedado totalmente prohibido extraditar a quienes pasen por el tribunal, y que el secuestro extorsivo y las retenciones de militares y soldados sí puedan llegar a ser amnistiados.
Sin embargo, hay otras razones de fondo para que De La Calle haya reaccionado como lo ha hecho. Por un lado, sobre sus hombros recaerá la responsabilidad histórica de todo lo firmado en La Habana, y por eso tiene que dar la pelea por un acuerdo lo más cercano posible a sus convicciones. En segundo lugar, también porque a él y a Jaramillo les tocará defenderlo en escenarios tan polarizados como el Congreso, o ante sectores críticos como el uribismo y los militares, y escéptico como los empresarios. En tercer lugar, porque los negociadores temen que si dejan pasar ahora esas diferencias de interpretación, estas pueden reaparecer en el futuro, cuando se estén poniendo en práctica los acuerdos, lo cual sería más grave.
También es claro que el gobierno no tiene suficiente unidad de criterio en su interior. Que los abogados y los negociadores no actuaron tan sincronizados como lo hicieron los abogados de las Farc con la delegación insurgente. Esta falta de sincronía puede tener un alto costo hacia adelante. También, que los apremios del tiempo para llegar a la firma del fin del conflicto pueden conspirar contra la calidad de los acuerdos que faltan. Ese es un temor que todos expresan en La Habana. Tanto el gobierno como las Farc saben que el problema no es firmar un acuerdo el 23 de marzo sino que quede blindado y claro –más allá de que tenga detractores– para garantizar que surjan menos controversias a la hora de aplicarlo.
*** Tomado de MSN Noticias
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