Estudiantes de medicina conectados al wifi (foto del autor) |
GIJÓN, España.- Tras el inicio de relaciones diplomáticas entre Cuba y los EE. UU. de hace un año, el verdadero impacto ha sido la implantación, por parte del gobierno de Raúl Castro, del wifi en 54 áreas públicas del país. Zonas antes abandonadas ahora son un hervidero de gente joven que se afana en comunicarse con los familiares y amigos localizados en otros lugares. Aunque, lo que parecía una generosidad del gobierno cubano, sólo ha sido el cambio de la bota militar comunicativa sobre el cuello por la zapatilla de goma, pero lo mismo de pesada y torpe. Porque una hora de conexión a Internet cuesta 2 CUC (peso convertible) y 1 CUC equivale a 1,06 dólares, que es lo que vale la tarjeta necesaria para conseguir la conexión. Pero las tarjetas no son fáciles de encontrar a ese precio porque están acaparadas por los “tarjeteros”, revendedores que las ofrecen a 3 CUC.
El gobierno, con esa habilidad innata para manejar movimientos y emociones, ha tocado el punto más sensible del ciudadano a través de la informática. Ha convertido el wifi en vacuna contra la reivindicación de libertad y democracia. No ha permitido la conexión solitaria a Internet en el silencio cómplice de la alcoba, sino que ha colectivizado la conexión en agrupaciones heterogéneas por rincones angostos, plazas ilustres, pasadizos olvidados o escalinatas célebres de toda la geografía nacional. Tanto ha cambiado la fisonomía urbana, que la prensa habanera se queja de los deterioros sufridos por los espacios asignados, que llaman “wifilandia”.
Guillermo, alias El Bandido, es uno los líderes tarjeteros de La Habana. Tiene 33 años, piel curtida, leves marcas de viruela en las mejillas. Vende entre 10 y 15 tarjetas diarias, en ocasiones hasta 50. Un CUC de beneficio por cada una. “Es para celebrar los 15 de mi hija”. Una joven inspectora con un short verde vigila a los tarjeteros sentada junto a ellos. ¿Cómo se controla esto? “De ninguna manera”, responde. Un policía negro, vestido de azul marino, pulgares hincados en los bolsos del pantalón, gorra con visera y aire fiero, pide que muestren las tarjetas que los revendedores esconden en pliegues de pantalón, medias, bajos de zapatos… ¿Qué pasa? Pregunto al ‘Bandido’: “Este policía hoy anda ‘maleante’”.
Esta ganancia es mínima si se compara con el momento en que se autorizó el wifi en el verano 2015. Leandro, alias El Quijá, 23 años, blanco, inquieto, descubrió este filón económico de las primeras semanas y llegó a vender hasta 400 tarjetas al día. “Ahora hay un límite de compra de 3. Si quieres más eres contrarrevolucionario”, afirma. Al cabo de unos días de negocio se fue a gastar el beneficio a Varadero. Pero al regreso ya había un enjambre de tarjeteros de todas edades sexos y razas: Jordi, el negrito peludo llamado ‘Bruce Lee’. Dennis ‘Malapinta’. Albertico ‘El Canas’. El flaquito negro ‘El Paturri’. Un grupo de chicas llamado ‘Las Perdularias’, de perdidas.
Dentro de ese fangal tumultuoso y ensordecedor de la ciudad, se mueve el bullicio especulativo y superviviente de La Habana. Entrar en ese mundillo urgente y resolutivo de la juventud cubana no es tarea sencilla. Se agita entre el murmullo vocálico, el léxico popular y el sigilo cómplice en un ámbito donde lo ilegal se ha convertido en usuario y contraseña de vida, y lo legal en algo extravagante y atípico.
Comunicándose por wifi (foto del autor) |
Sumido en el estrépito de la circulación, el grito sin complejos, el vaho sofocante condimentado de azul y plomo de los escapes; lo sensual, lo variopinto y lo provocativo no deja de sorprender en una oferta estética de una visualidad múltiple y cambiante hecha de movimiento jocoso, gozoso, transportada por una fisonomía acuciada por el calor, la destemplanza y la búsqueda continua de la supervivencia: “Tarjeta, Cohiba, viagra, perfume, muchacha, coral, taxi”. Cualquier cosa puede ser objeto de culto salarial en un país donde se sobrevive con sueldos de 15 o 20 pesos (al cambio de hoy 14 o 19 dólares al mes). Se vive a base de negociar con todo lo que se captura, y se malvive con la esperanza de salir del país por cualquier puerta que se entreabra y muestre una mínima luz. Algo demasiado complejo, pues la esperanza se está despeñando hacia lo imposible, y donde las ansias jóvenes, sobre todo, se desbocan hacia salidas airosas por las vías del jineteo (prostitución): variado, sencillo, indómito y natural. Eslabón que forma parte de la múltiple cadena económica que lo domina todo.
El mundo callejero de las necesidades que deambula con la lujuria de la urgencia general de cada día queda diezmado en sus emociones encontradas cuando pasan las caravanas de coches antiguos, descapotables, engalanados con cintas, mientras hacen sonar las bocinas de diversos tonos como una comitiva presidencial sin gobierno cargados de turistas exaltados de contento que levantan las manos saludando sin saber a quien.
Los soportes del sistema siguen intactos a pesar de los anunciados cambios. La calle y los medios de comunicación no se mueven un ápice de sus posiciones de control y propaganda. El día de los Derechos Humanos, 10 de diciembre, apenas un par de damas de blanco irrumpieron en la concurrida calle 23 a media mañana, y tan pronto como se oyeron sus primeras consignas de “¡libertad y democracia!” se abalanzaron sobre ellas una plaga de gigantones guardias de paisano, las acorralaron contra la cerca de la heladería Coppelia y las llevaron en un par de coches policiales.
Pero la economía “fuera del estado” sigue su curso. Las dos monedas, peso cubano y peso convertible o CUC continúan su camino plagado de indiferencia mutua. Ahora están en proceso de dejar sólo una moneda. Parece que van a optar por el peso cubano. Se necesitan 25 pesos cubanos para comprar un dólar. Se creará un vértice más fructífero de la pirámide social, y una base popular de marginados salariales más decadente, si cabe.
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